miércoles, 14 de marzo de 2012

EL DESARROLLO DE LA METAFÍSICA EN ALGUNOS FILÓSOFOS CLÁSICOS Y SU IMPORTANCIA


Rigoberto Martínez Sánchez
Este texto nace a partir de la creación y puesta en marcha de la Licenciatura en Filosofía de la Universidad Autónoma de Chiapas (México) (que comenzó sus actividades a mediados del mes agosto del 2011). Ante semejante hito para la cultura y educación de Chiapas, las siguientes líneas deben apreciarse, desde luego, como una celebración unánime y significativa concretizadas con las Primeras Jornadas de Filosofía realizadas en la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma de Chiapas. Una vez más, contra viento y marea, la Filosofía logra otro capítulo de su historia ya que vuelve a presentarse, dentro de un ambiente cultural requerido, como un espacio de reflexión, de análisis y de crítica que sin duda contribuye al desarrollo de la comunidad universitaria y de la sociedad chiapaneca.
              La manera de participar de este acontecimiento es presentando un breve panorama sobre el estudio de la metafísica (una de las asignaturas que conforman el plan de estudios de la licenciatura). Se intenta identificar algunos filósofos importantes, autores claves que han permitido la construcción del pensamiento metafísico. Se trata de exponer el desarrollo que ha tenido la metafísica en Parménides, Platón, Aristóteles, entre otros autores, que dispensan el acervo filosófico.
              Cabe aclarar que lo que comento no agota todo lo que se ha escrito sobre la metafísica, eso sería sin duda absurdo por las condiciones expositivas que aquí se presentan, pero tampoco se queda marginado para abordar (e interesarnos) en el mundo metafísico y de la filosofía. Se podría decir, y con justa razón, la falta de otros filósofos que son de capital importancia como santo Tomás de Aquino, Plotino, el idealismo alemán, los presocráticos, San Anselmo, Avicena, Nietzsche, Bergson, Levinas, Deleuze... En fin, la lista es vasta. El cupo de estos filósofos no tiene lugar aquí. Y por si fuera más difícil la situación, no existe siquiera una mención de la metafísica en autores hispanoamericanos como Xavier Zubiri, José Vasconcelos, Antonio Caso, García-Bacca, José Ingenieros, entre otros. Así que sólo me apego a comentar a los siguientes filósofos: Parménides, Platón, Aristóteles, Francisco Suárez, René Descartes, Baruch Spinoza, Leibniz, Kant, Hegel y Heidegger, que, en mi opinión, han construido de alguna manera no sólo los cimientos de la metafísica sino también la tradición misma de la filosofía occidental. Este recorrido sería más una historia de la filosofía si se contempla de esa manera. Únicamente interesa, entonces, hablar de metafísica y de algunos de sus forjadores.
El documento se cierra con un comentario general que enfatiza la importancia de la metafísica, es decir, sus implicaciones para el pensamiento.
Parménides: la metafísica de la permanencia
Parménides de Elea (540 a. J.C.) representa el punto de partida de una nueva manera de filosofar. Su pensamiento está expuesto en un poema dividido en tres partes. Como casi todas las obras de los primeros presocráticos, el texto de Parménides se titula "De la naturaleza" (según el apunte que nos ofrece Diógenes de Laercio[1]). Parece haber sido escrito entre 480 y 475 a. C. Se trata de un poema dividido en hexámetros de los que una buena parte se conservan. El poema, en general, consta de un proemio o introducción y de dos partes centrales. De acuerdo con la versión de García-Bacca[2] la primera parte se denomina Poema ontológico con el subtítulo Lo pa-tente según el ente y aborda el tema de la alétheia o Verdad; la segunda parte se le conoce como Poema fenomenológico y está acompañado con el subtítulo Lo que “parece” según lo que aparece y versa sobre el parecer o la doxa.
              La finalidad de estos versos es trazar la subida de un héroe que es conducido ante una divinidad que le ha de revelar la vía de la verdad. En la trama del poema, la mirada hacia el ser es siempre la de una diosa (poseedora de la verdad). La diosa enuncia que la perspectiva de los humanos sobre el ser es muy diferente, es una mirada limitada, no preparada para circundar la inmortalidad. El mundo de los mortales vive en la doxa, se centra sólo en la apariencia.
              La importancia del poema de Parménides reside en su concepto del mundo que viene a oponerse claramente a la visión de Heráclito (éste que valora el devenir como esencia de las cosas). Un mundo que en su trasfondo acepta la permanencia, es decir, lo que es. Como la mayoría de los presocráticos, Parménides se pregunta cuál es el origen de todas las cosas. Su método no está claramente expuesto en el poema, y sin embargo presupone principios lógicos que serán la base de toda lógica posterior. Este filósofo emplea el principio de identidad (o lo descubre), según el cual puede afirmarse que lo que es, es. Dice Parménides en traducción de García-Bacca[3]: “Un solo mito queda cual camino: el Ente es. Y en este camino, hay muchos, múltiples indicios de que es el Ente ingénito y es imperecedero, de la raza de los todo y solo, imperturbable e infinito; ni fuera ni será que de vez es ahora todo, uno y continuo”.
              La contraposición de este mismo principio, más tarde llamado principio de no contradicción, puede expresarse en estos términos: lo que es no puede no ser, esto es, una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo. Esta clave es el detonante de una metafísica de la permanencia, de la intelección del ser.
              Cuando Parménides se pregunta por el verdadero origen de las cosas, dice por primera vez que el origen de todo es el ser. Pero no se limita Parménides a semejante afirmación, sino que quiere probar que este ser tiene una serie de atributos y que la posesión de estos atributos por el ser, es demostrable. El primero de estos atributos es la inmutabilidad. Esto es, si el ser cambiara, cambiaría, o bien hacer el ser mismo o bien hacia el no-ser. Pero afirmar que el ser cambia hacia el ser es de hecho decir que no cambia y decir que el ser cambia hacia el no-ser, es igualmente decir que el ser es inmutable puesto que es imposible la existencia de lo que no es. El ser es inmóvil. Es también, y por idéntico motivo, uno y único. Supongamos que en lugar del sólo ser hay el ser y algo más. ¿Cómo llamar a este algo más? No podemos darle más que dos denominaciones: ser o no ser. Si decidimos que además del ser existe el ser estamos simplemente afirmando que tan sólo existe el ser. Si este algo más es el no-ser no puede existir afirmamos igualmente que tan sólo existe un ser. Y así, Parménides dice que el ser es eterno, continuo, imperecedero, indivisible, sin fin y sin comienzo.
              Por otro lado, si el no ser, del que habría podido surgir el ser y al que se arrojaría de nuevo si dejase de existir, nos parece impensable, habrá que concluir que el ser ha sido siempre y siempre será. Se caracteriza por la permanencia que hay que entender en el sentido de intemporalidad o de eternidad. Observarlo es importante, porque la secuencia de la historia de la metafísica mantendrá este vínculo del ser, en el sentido pleno del término, con la permanencia. Se puede hablar, pues, con Parménides de un privilegio de la permanencia desde los comienzos de la metafísica occidental que habrá de ser clásico y recurrente en casi toda exposición filosófica de autores posteriores.
Observaciones sobre la metafísica de Platón y Aristóteles
La obra de Platón es quizá la filosofía más divulgada dentro del campo del pensamiento. El estilo platónico como es bien conocido entre los especialistas es el diálogo, un estilo que fue imitado por medievales, renacentistas y modernos. El texto clave para leer su pensamiento metafísico es el de La República, además de algunos diálogos como el Fedón, el Parménides, el Sofista, entre otros.[4] Para Platón la metafísica es dialéctica y se encarga de estipular el porqué de las cosas. Nos conducirá a entender cómo está organizado el mundo y cuál es el puesto del hombre en este mundo. ¿Cómo entender esto? El mundo en que vivimos, según Platón, está hecho de cambio. Todo cuanto nos rodea, y también nosotros mismos, está de transito. Todo lo que existe deviene y al devenir cesa de ser lo que era. Por esto podemos decir que son y no son, que su modo de existir es un modo de existir a medias entre el no-ser de lo que fueron y el no-ser de lo que todavía no alcanzan a ser.
              Ahora bien, Platón no se limita a señalar que el mundo que vivimos está de paso; un mundo que es contradictorio, fugaz, pasajero. Intenta, además, de dar una razón para esta incesante inestabilidad de las cosas. Para hacerlo, Platón establece la teoría de las ideas. Para nuestro autor, la idea es precisamente aquello que no cambia ni puede aceptar ninguna variación.[5] La idea es, así, lo que es y el significado de la palabra es prácticamente el mismo que el de forma en Aristóteles o el de esencia. Platón piensa que estas ideas tienen una existencia propia, independiente de nuestro mundo, que a veces imagina en una especie de mundo que llama el Topos Urano. Las ideas son así las esencias de las cosas, esencias que existen en sí y por sí. La explicación de esta metafísica descansa en el mito de la caverna, que aparece en las páginas de La República, con el cual se identifica el devenir, el mundo del cambio, las sombras proyectándose hasta en lo más recóndito de la caverna. Mediante la existencia de un mundo de ideas, que son aquí entes, seres reales, Platón trata de explicar nuestro mundo.
              Por tanto, hay en Platón, la distinción entre mundo sensible y otro que supone más fundamental, es decir, el mundo de las ideas es el mundo inteligible o noético. En el libro VI de La República,[6] Platón distribuye dos regiones del ser, visible e inteligible, a las que corresponden dos tipos de conocimiento, la opinión (doxa) y la ciencia (episteme). Este esfuerzo de ilustración, según Grondin,[7] que no se repetirá de manera tan sistemática en los restantes diálogos de Platón, representa realmente el acta de nacimiento de la metafísica si entendemos por tal un orden de la realidad que se hallaría más allá de lo físico y que explicaría su regularidad.
              Cabe preguntar lo siguiente, ¿se puede considerar a Platón como el creador de la metafísica? Si por metafísica se entiende una disciplina filosófica bien diferenciada que se interesaría por los principios del ser en su conjunto, habrá que esperar a Aristóteles para dar con algo parecido a esa definición. Pero si se comprende como una interpelación a la trascendencia, que, en la línea de Parménides, pretende superar el ámbito de las opiniones para descubrir un ser estable y más permanente, entonces es evidente que el pensamiento metafísico tiene en Platón a su primer exponente.
              Ya que cité el nombre de Aristóteles es necesario, ahora, detenernos en él. El libro Metafísica es la obra fundamental para estudiar el pensamiento metafísico aristotélico. Entre los estudiosos es bien sabido que el título y el término “metafísica” no son de Aristóteles. En realidad, el término metafísica no se encuentra en parte alguna del conjunto de la literatura griega. Pero encontramos el título de metafísica, dado, por Andrónico de Rodas, en el siglo I a. C., a una colección de catorce opúsculos, que colocó después de los escritos físicos.[8] Ésta es la razón por la que se repite a menudo que el término de metafísica habría nacido por casualidad. Sin embargo, curiosamente, no implica que el mismo término haya podido tener un significado que no era el bibliográfico para los primeros que lo utilizaron. El saber metafísico podría, en efecto, designar, por una parte, la idea de una ciencia que se refiere a un objeto suprasensible y, por otra, el orden cronológico de una ciencia que iría después de la Física en la progresión del conocimiento.
              Pero la cuestión del objeto de la metafísica de Aristóteles no carece para nada de sentido. Hay ciertamente en Aristóteles una ciencia que parecía más fundamental y más universal que las demás, a la que él llama generalmente filosofía primera. A esta ciencia la tradición filosófica la ha llamado metafísica. Esta ciencia primera para Aristóteles trata del ser en cuanto ser. La intención de Aristóteles de distinguir entre ciencias especiales y una ciencia más general del ser parece muy clara:
Hay una ciencia que estudia el ser en tanto ser y los accidentes propios del ser. Esta ciencia es diferente de todas las ciencias particulares porque ninguna de ellas estudia en general ser en tanto ser. Estas ciencias sólo tratan del ser desde cierto punto de vista, y sólo desde este punto de vista estudian sus accidentes.[9]
              Toda la cuestión consiste, sin embargo, en saber cuál es el objeto preciso de esta ciencia universal, debido a que la expresión de Aristóteles a propósito del ser en cuanto ser carece de un verdadero precedente. Ciertamente, Parménides había hecho ya del ente el único objeto digno del pensamiento, y Platón había asignado a la dialéctica la tarea de pensar el ser verdadero. Pero nadie antes de Aristóteles había hablado del ser en cuanto ser, una definición que ha quedado impregnada como acta de nacimiento para la metafísica. Aristóteles distingue este orden de consideración del que caracteriza las restantes ciencias, que consideran más bien el ser en cuanto es tal o cual (el ser matemático, físico, etc.). Mientras que estas ciencias son particulares, la ciencia que contempla aquí Aristóteles aspira a la universalidad. Ontología general, avanzada para su tiempo, que se interesa ante todo por todo cuanto depende del ser en cuanto no es más que ser.
              La filosofía primera se ocupa, pues, de los primeros principios y las primeras causas de las cosas. En ella, Aristóteles, no trata únicamente de explicar el cómo del universo, sino el porqué de las cosas y de los hombres. En efecto, la palabra causa no sólo se refiere al agente capaz de producir un efecto, sino que significa también la razón de ser, el porqué de una cosa. Ahora bien, en rigor, preguntarse sobre el sentido del ser equivale a tratar de explicar el sustrato último de la realidad. Así, Aristóteles no se ocupa de aquellos elementos del ser que pueden ser variables y contingentes, sino de aquellos que son constantes y comunes a todos los individuos. Aristóteles no trata de definir los accidentes, sino las sustancias. Al respecto, para explicar esto último tomo un ejemplo que expone Ramón Xirau en su libro Introducción a la historia de la filosofía:
Si consideramos a los hombres, se verá que tienen aspectos comunes que pertenecen a su definición misma: la inteligencia, la razón, el hecho de vivir en sociedad. Otros elementos, en cambio, son variables: como el color de la piel, la estatura, la forma de la nariz, etc. Los primeros son necesarios, es decir, son de modo que no podrían concebirse diferentes a como son; los segundos, en cambio, son contingentes, es decir, concebibles de manera distinta a como son. Es necesario que un hombre sea racional o viva en sociedad; es contingente que tenga el pelo rubio, negro. En el primer caso hablamos de la sustancia del hombre; en el segundo, de sus accidentes.[10]
              A semejanza de Platón, Aristóteles edificó su metafísica sobre la base de los elementos necesarios de la realidad. A diferencia del autor de La República pensó que estos elementos necesarios son singulares y se encuentran en las cosas mismas. La sustancia cuyo análisis es el requisito indispensable para entrar en la metafísica aristotélica, se divide en tres clases: la sustancia sensible y perecedera, la sustancia sensible y eterna y la sustancia inmóvil.
              Con los términos de sustancia sensible perecedera Aristóteles se refiere a las cosas del mundo cambiable e individual que nos rodea. Todas ellas tienen un principio, un desarrollo y un fin y a todas ellas puede atribuirse el venir a ser y el dejar de ser, el generarse y el destruirse, es decir, el cambio. Para explicar, no ya las condiciones límites del cambio, sino el sentido del cambio mismo, Aristóteles introduce, pues, las nociones de potencia y acto, y precisa el sentido de las causas.[11]
              La potencia es la capacidad de una cosa para modificarse; el acto es la realización de esta capacidad. Con ello se dice que todos los seres son, al mismo tiempo, potencia y acto. Lo cual equivale a decir que cuando Aristóteles habla de los seres de la naturaleza los ve, no como seres definidos, inmóviles, sino tal como son en su movimiento. El acto, si por una parte es realización, es, por otra parte, actividad, movimiento. En fin, el cambio es el proceso que va de la potencia al acto entre dos contrarios o dos o más intermedios entre estos contrarios. Pero esta explicación del cambio curiosamente es todavía más física que metafísica. En ella Aristóteles ofrece una descripción de los hechos pero no acaba de explicar, en rigor, por qué suceden estos hechos; es decir, explica el cambio, pero no las causas del cambio.
              Para la teoría aristotélica la noción de causa es importantísima. En ella se indica que alguna cosa o alguna idea es la razón de ser de alguna otra cosa o idea. Así entendida, la causa es la explicación última de un hecho, su condición de ser, su principio. Son así necesarias cuatro causas, cuatro razones constituyentes. Así tenemos la causa material (de que esta hecho el ente), la causa eficiente (quien produce el ente), la causa formal (la constitución del ente) y la causa final (hacia donde tiende el ente). Cuando se quiere hablar de las causas de los seres sensibles y perecederos será suficiente decir que están compuestos de forma y materia. La materia constituye su posibilidad de ser; la forma la realización plena de su acto de ser.[12]
              En suma, Platón y Aristóteles personifican las dos cumbres de la metafísica, aunque no hayan hecho verdaderamente metafísica en el sentido como hoy se conoce. No sólo ignoraron el término, sino que probablemente tampoco tuvieron conciencia de practicar o de inaugurar una disciplina cuando hablaban de ideas, del Bien, del ser en cuanto ser y de las causas. Ellos definieron su objeto y descubrieron todo el reino propio del pensamiento (la razón, el acto puro, el pensamiento que se piensa a sí mismo). Toda la metafísica que vino después de ellos ha sido en buena medida obra de continuadores y así se ha reconocido en lo esencial en todas las épocas.
La síntesis escolástica de Suárez             
El jesuita español Francisco Suárez enseñó filosofía y teología en varios Colegios jesuitas en España. De 1597 a 1615 ocupó una cátedra en la universidad de Coimbra, Portugal. Es el representante más destacado de la escolástica del siglo XVI. Las Disputaciones metafísicas escritas en 1597 (6 tomos según una edición de 1960, Madrid) son los libros del que se desprende su pensamiento metafísico.[13] Por supuesto, no es un texto del que podría presumir su total lectura. Pero en su introducción expone en líneas generales sobre lo que determina Suaréz como metafísica.
              Suárez, el Doctor eximius (eminente) como se le decía, ha dispuesto su sistema de la metafísica en dos grandes tratados o partes: en el primero, se trata del ser en toda su amplitud (y del ser pensado según la esencia), pero en el segundo se trata de los objetos metafísicos particulares que pueden ser conocidos por nuestra razón, y en primer término figura Dios. La teología constituye así la primera parte de la metafísica especial. Pero hay otras como la psicología, que trata también de un objeto metafísico bien distinto, el alma. Desde Suárez hasta el siglo XVIII, la división de las diferentes metafísicas especiales en lo que se ha llamado la escolástica tardía o la metafísica escolar, ha variado muchísimo. Al final de la evolución iniciada por Suárez, encontramos en el pensador alemán Christian Wolff (1679-1754) el reparto entre las disciplinas de la metafísica escolar: la metafísica general que comprende la ontología o filosofía transcendental y la metafísica especial que abarca la psicología, cosmología y teología.[14] Esta habrá de ser la estructura tradicional de la metafísica que las universidades más importantes de Europa adoptaran hasta entrado el siglo XIX.
              En esta tradición, que se extiende de Duns Escoto a la escuela de Wolff, el objeto propio de la metafísica general es el ser (o el ente) en cuanto ser (a veces, res). Esta metafísica general se entendió entonces como una filosofía transcendental, noción muy importante si se quiere entender el paso de la Edad Media a la Modernidad. La idea de una ciencia del ser y de sus atributos esenciales había sido recuperada desde el libro IV de la Metafísica de Aristóteles, pero la Edad Media, y mucho antes de Suárez, había dado un contenido muy preciso a esta doctrina de los predicados esenciales del ser. Esos predicados del ser correspondían a lo que los medievales han llamado, con un término que había de tener un gran porvenir, los trascendentales (a menudo llamados universales), porque trascienden, igual que el ser, todos los géneros particulares. Por otro lado, todo el Medievo quedó traspasado por una disputa sobre los trascendentales. Trataba sobre todo de la cuestión del saber si esos trascendentales gozaban de una existencia real o sólo intelectual.
              Pero volviendo a Suárez éste lleva a cabo la primera gran síntesis metafísica del pensamiento escolástico así como la verdadera suma del pensamiento político español. En sus Disputaciones metafísicas está la necesidad de pasar de la filosofía del ser a una filosofía del existente o bien de una filosofía de lo ontológico a una filosofía de lo óntico. En otros términos, en concretar la metafísica y en hacer de ella una ciencia tanto general como útil, tanto ciencia de los principios como ciencia de los entes concretos.
              El objeto de la metafísica es, para Suárez, el ser en cuanto ser. No se trata, sin embargo, de un ser meramente conceptual, de un ser al cual llegamos por analogía y abstracción. La metafísica se ocupa del ser real. La metafísica tiene que usar conceptos, pero éstos son como los signos que han de revelar al existente mismo: al ser en sí como realidad. Por un lado, la metafísica es especulativa y sus temas (como escribe Suárez) “no son orientados a la práctica; por otro lado, es una ciencia útil en dos sentidos: sirve para perfeccionar el entendimiento y es muy útil para la perfecta adquisición de las otras ciencias”.[15]
              Precisados el fin de la metafísica es necesario entender cuáles son los atributos del ser. Piensa Suárez que éstos son la unidad, la verdad y la bondad, términos que se refieren a modalidades del ser, pero que, de hecho, no añaden nada a este ser mismo. El ser, en última instancia, es el infinito mismo: el ser de Dios por el cual todas las cosas son hechas; las creaturas existen en cuanto participan (resabio platónico) finitamente en este ser divino.
              La distinción entre el ser infinito y el ser finito es la clave de la metafísica suarista. Como se dejo entrever, en Suárez el objeto de la metafísica es el ser, pero el ser en cuanto ser real y concreto. Este ser es el hacedor de todas las cosas; “el Dios creador que se revela con evidencia en nuestra experiencia del mundo y en nuestra razón.”[16]
              Todos los argumentos acerca de la existencia de Dios se resumen en esta búsqueda concreta de un ser que específicamente crea el mundo. El universo es hechura divina; la creatura, unión o compuesto de esencia y de existencia, es en cuanto participa del principio divino y creador.
La metafísica del racionalismo: Descartes, Spinoza y Leibniz
Es evidente que Descartes se opone a la metafísica tradicional cuando propone un método riguroso en el Discurso del método,[17] pero que promete conseguir lo que la metafísica quería ser, a saber, una ciencia universal y principal de lo que es. Su obra capital de 1641, se titula Meditaciones de filosofía primera. En vida de Descartes se tradujo al francés como Meditaciones metafísicas. Esta obra comprende seis meditaciones que inicia hablando de la duda hasta desembocar en el tema de la existencia de Dios.[18] Es, pues, legítimo suponer que las Meditaciones aportarán una respuesta a las cuestiones clásicas de la metafísica: ¿qué es el ser?, ¿cuál es su principio? Descartes no puede haberse entregado a meditar sobre la filosofía primera sin haber querido al mismo tiempo asumir la herencia de esta tradición milenaria, admitiendo la posibilidad de modificar sus términos.
              Hay que hablar, por tanto, en Descartes de una nueva configuración de la filosofía primera según el orden del cogito, que se actualizará sobre todo en las Meditaciones de filosofía primera. Lo nuevo en Descartes es la idea de que las primeras cosas que se conocen pueden ser conocidas según un cierto orden o un determinado método, que Descartes no define expresamente en las Meditaciones de 1641, pero que él había expuesto ya en su Discurso del método, de 1673.
              En la primera Meditación se lleva a cabo bajo el signo de la duda, como anuncia su título “De las cosas que podemos poner en duda,” que da entender ya que no es posible dudar de todo. Porque, si se duda, es que se busca alguna certeza. Descartes parte, pues, en busca de alguna certeza, para hacer de ella el fundamento nuevo de la filosofía primera.[19] Para llegar a ella, promete practicar una duda sistemática, que podemos leer, y que hemos leído, como un poner entre paréntesis el conjunto de la metafísica. Ahora bien, lo que preocupa a Descartes es que el conocimiento descansa sobre cimientos tan poco sólidos. Dicho de otro modo, se trata no tanto de buscar los principios de lo que hay como de asegurar, de una vez por todas, el orden de los principios mismos, puestos aquí como principios del saber.
              En la búsqueda de esta certeza sobre los principios, Descartes exhorta a practicar una duda radical. Quiere decir que la duda debe llegar hasta la raíz misma de todas nuestras convicciones. Nuestro autor observa que todo lo que había aceptado como verdadero lo había conocido por los sentidos. Pero éstos pueden engañarnos. Sin embargo, aunque los sentidos pueden engañarnos, hay cantidad de cosas de las que no se puede dudar y que nosotros creemos conocer con certeza con su ayuda. Lo cierto, constata Descartes, que se remite a los principios de nuestras convicciones, es “que no hay indicios concluyentes ni señales que basten a distinguir con claridad el sueño de la vigilia”.[20] Lo importante es poder encontrar aquí razones para dudar.
              Es, pues, posible dudar de todos los conocimientos que pretenden, representarnos alguna cosa conforme con la realidad exterior, y, por consiguiente, de todas las ciencias que pretenden hablar de la naturaleza corpórea en general. Descartes mencionará aquí la física, la astronomía y la medicina. Pero queda otro tipo de saber del que parece que no puede dudarse fácilmente. Se trata de las matemáticas, de la aritmética y de la geometría,[21] que no representan cuadro de la realidad, sino relaciones evidentes, esto es, estructuras lógicas y necesarias.
              Pero esta duda inquebrantable requiere de una fijación, de una especie de receptáculo. Esta certeza, que sea a la vez cierta en sí misma, Descartes la vinculará al ejercicio de la duda en sí, más exactamente aún, al ser de aquel que piensa o duda. Esto es, de un sujeto cognoscente: el ser de quien piensa, y el ser entendido como afirmación de existencia. El ego sum, ego existo (yo soy, yo existo); significa la primera certeza del pensamiento que puede dudar de todo salvo de sí mismo. La primera certeza de Descartes es así ontológica. La primera certeza es la de la existencia del ser que piensa. Es posible, además, echar los fundamentos de lo que se podría llamar metafísica cartesiana del cogito. Lo primero para Descartes, o lo que él llamará primer principio, es la existencia del pensamiento. Todo este ser se reduce, para Descartes, al ser del pensamiento. Con estas afirmaciones, Descartes funda ciertamente una figura de la metafísica que corresponde, en todos sus claves, a la constitución onto-teológica de la metafísica, con la sola diferencia de que se trata de una metafísica según el cogito. Esta metafísica parte de un primer principio y de una determinación de su esencia que permite comprender el modo de ser de todo cuanto es.
              Si se afirma que la propuesta cartesiana en sus meditaciones se erige un componente teológico es porque tratará finalmente de Dios (preocupación de la meditación tercera). Porque hacer del cogito el principio de la filosofía primera, es trastornar de alguna manera la jerarquía ontológica clásica, más dispuesta a reconocer a Dios (o al ser que emana de él) ese estatuto de primer principio. A Dios apenas se le requiere para nada más que lo siguiente: responde sólo una exigencia del cogito que quiere asegurarse de la evidencia de su regla de la evidencia (o de la verdad). Lo que queda por mostrar acerca de Dios es si existe.[22]
              Para establecer la existencia de Dios, Descartes partirá de la idea de Dios que él descubre en su espíritu, permaneciendo una vez más, por tanto, en el seno de la metafísica del cogito, idea según la cual concibe un “Dios [...] una substancia infinita, eterna, inmutable, omnisciente, omnipotente, por la que yo todas las demás cosas (si es verdad que existen) han sido creadas y producidas”.[23] La noción eficiente es aquí la de Dios representado como una realidad infinita. La prueba de Descartes consistirá en mostrar que un ser finito no puede ser el autor de una idea así del infinito. Si tengo en mí la idea de infinito, esto no puede ser más que por razón de Dios mismo, que habrá puesto en mí la idea de infinito, algo así como el artista que deja su rúbrica en la obra que ha hecho.
              En general, y para dejar momentáneamente en paz a Descartes, el tema que atraviesa en buena medida la metafísica cartesiana es la conformación de una ontología del ser-causado que funda, sostiene y da apoyo a la del ser-pensado. Sin embargo, en Descartes,  se puede descubrir de una tensión entre dos caras de la filosofía primera, una que hace de Dios el primer principio, siguiendo la más antigua tradición de la metafísica, y la otra que establece la prioridad absoluta del cogito y de lo que se llamará subjetividad. Los herederos de Descartes, más que mantener el equilibrio entre ambas, han optado más a menudo por una u otra de las metafísicas, privilegiando unas veces a Dios como primer principio (como es el caso de Spinoza) y otras la vía más moderna, que consiste en ver en la subjetividad (como es el caso de Husserl), el principio de la inteligibilidad de todo lo que es, donde Dios se convierte entonces en una simple producción de la subjetividad.
              Ya que he puntualizado algunos aspectos del trabajo cartesiano ahora es oportuno hablar de otro importante pensador del siglo XVII: me refiero a Baruch o Benito de Spinoza. Su obra capital es su Ética demostrada según el orden geométrico, escrita en latín (publicada en 1677 después de su fallecimiento) y dividida en cinco apartados. Primera parte: De Dios; Segunda parte: De la naturaleza y el origen del alma; Tercera parte: Del origen de la naturaleza de las afecciones; Cuarta parte: De la servidumbre del hombre o de la fuerza de las afecciones; Quinta parte: De la potencia del entendimiento o de la libertad del hombre.[24]
              ¿Cuál es el tema central de la metafísica de Spinoza? En la Ética demostrada según el orden geométrico puede detectarse ciertas nociones. No es por azar que su obra capital fuera la Ética, que se presenta, no obstante, también como una metafísica. Esta metafísica se dirige hacia el bien supremo. En general, todos los bienes se conectan a otros bienes, se constituyen por relaciones; en cambio, el bien absoluto es el que se busca por sí mismo. Para conseguir disfrutarlo, para asirlo con plenitud, es preciso encomiarse a la tarea de desarrollar la naturaleza superior del hombre. Según Spinoza, de esta naturaleza superior es resultado de la unión del espíritu con toda la naturaleza. En otras palabras, como lo analiza Grondin[25] respecto al pensamiento spinozista, se trata que la mayor felicidad, ética y metafísica, resida en la unión con el ser supremo. Escribe Spinoza[26]
Para que todos nuestros modos de conocer se ordenan y unan, se requiere que, tan pronto como sea posible y la razón lo exija, investiguemos si hay un ser, y cuál es, que sea la causa de todas las cosas, a fin de que su esencia objetiva sea también la causa de todas nuestras ideas. Y entonces nuestro espíritu, como hemos dicho, reproducirá la naturaleza de una manera perfecta, pues tendrá objetivamente su esencia, su orden y su unión. Este ser es único e infinito, es decir, es todo el ser y fuera del él no hay ningún otro ser.
              Este concepto del ser infinito, del que se dice que es todo el ser y fuera de él no hay ningún otro ser, forma el núcleo duro de lo que puede llamarse la metafísica ética de Spinoza.
              La noción intelectiva más importante y el más liberador del espíritu humano es, pues, el de Dios, motor de todo lo que es, hasta el punto que todo lo que es se confunde con él. De ahí la fórmula tan conocida, quizá demasiado: Dios, esto es, la naturaleza. Fórmula que le valió a Spinoza la reputación de ateo, sólo rectificada por los pensadores del idealismo alemán, en el umbral del siglo XIX, que quisieron reconocer su panteísmo (todo es Dios, Dios está en todo) el único punto de partida posible de toda metafísica.
              Pero para llegar a esta idea de la inmanencia de todas las cosas en Dios, el espíritu humano debe liberarse de la servidumbre de los afectos y de las pasiones que le apartan de este conocimiento esencial, el único que le promete una felicidad absoluta.[27] En este sentido, la metafísica de Spinoza es una metafísica de la trascendencia y de la autotrascendencia del hombre, y es fundamentalmente una ética.
              En su Ética, Spinoza apenas habla de metafísica. Lo hizo sin embargo en sus primeros escritos, sobre todo en sus Pensamientos metafísicos, donde presuponía como natural, a diferencia de Descartes, la división entre metafísica general y especial. Spinoza trata de las principales dudas que se encuentran en la parte general de la metafísica relativa al ser y sus afecciones, mientras que en la segunda aborda los principales problemas que se encuentran generalmente en la parte especial de la metafísica acerca de Dios y sus atributos y del espíritu humano. Buscaba una síntesis entre la metafísica clásica, o escolar, y la metafísica nueva, pero en beneficio de una metafísica de la divinidad absoluta, pensada como sustancia única, sin la que nada puede ser ni ser concebido.
              Como es visible en la filosofía spinozista el racionalismo es la línea a seguir. En ese sentido, Spinoza valora más bien la claridad, la simplicidad, el orden de los pensamientos metafísicos que cada cual es capaz de seguir, por poco que quiera servirse de su espíritu, el cual puede elevarse desde sí mismo hasta la contemplación del espíritu del que proceden todas las cosas. Y de ahí ese singular privilegio de la simplicidad en Spinoza, simplicidad de las ideas fundamentales, simplicidad de la idea de Dios, pero también de exposición. Spinoza prefiere una presentación según el orden geométrico, que alcanza conclusiones fundado en definiciones, simples y claras. Ese modo de exponer, que puede parecernos un poco artificial, deriva de una apuesta por la claridad, característica de la edad clásica de la metafísica: si Dios mismo se define por la simplicidad y el orden, a fortiori valdrá esto para el método de la metafísica. Por esa razón el empleo de axiomas, de silogismos y de todo un modelo matemático en la Ética como recurso epistemológico sirven para hallar los entretejidos entre el pensar y la Trascendencia, entre razón y Divinidad.
              En esta misma línea del racionalismo continental tendríamos que situar el pensamiento de Leibniz. La reflexión de este autor puede leerse en gran medida en el Discurso de metafísica (1686), pero también en la Reforma de la filosofía primera (1694) y en La monadología (1714).[28] Una metafísica de la simplicidad y de la racionalidad integral animará igualmente el pensamiento de Leibniz como lo fue en Spinoza. Dado que la metafísica tradicional se hallaba en el trance de ser víctima de una crisis más o menos abierta, la idea de una ciencia universal del ser en cuanto ser, o de la sustancia, parecía haber sido suplantada por una filosofía primera declinada en primera persona del presente del indicativo (un principio del racionalismo construido por el pensamiento cartesiano). Esto es, se abre un horizonte para la metafísica, comienza el declive de la herencia platónica-aristotélica. Con este horizonte, poco quedaba de las esencias, de las formas sustanciales y de las causas finales que los clásicos querían atribuir a los seres, ignorando las más amplias evidencias de la matemática o de la ciencia experimental de la naturaleza. Por tanto, la pretensión de Spinoza es conciliar la solidez de los antiguos, su sentido de la sustancia, con el rigor demostrativo y analítico de los modernos.
              Es evidente que la idea que más le preocupó a Leibniz de los antiguos es la forma sustancial. Platón hablaba aquí de esencia, Aristóteles de sustancia. Esta vitalidad de la forma sustancial no cesó de estimular el pensamiento metafísico de Leibniz, que veía en ella ciertamente un correctivo de la idea cartesiana de una rex extensa sólo movida por leyes mecánicas exteriores. Esto lleva a Leibniz a suponer que “los principios generales de la naturaleza corpórea y de la mecánica son antes metafísicos que geométricos, y pertenecen más bien a algunas formas o naturaleza indivisibles como causas de las apariencias, que no a la masa corpórea o extensa”.[29]
              Este esfuerzo propio de la forma sustancia, Leibniz lo ha concebido como fuerza y como apetito, esperando con ello llevar a cabo la reforma de la noción de sustancia y, por medio de ella, también de la filosofía primera. Leibniz reutilizó el término mónadas,[30] sustancia simple, para comprender esta actividad originaria, que es propia de todos los seres. Esas mónadas son los verdaderos átomos de la naturaleza y, en una palabra, los elementos de las cosas. Si quiere estar a la altura de su nombre, la filosofía primera debe ser una monadología, una ciencia de la simplicidad, en el origen de todo lo que es. Pero mónadas hay muchas. Por tanto, algunas cualidades intrínsecas deben permitir distinguir unas de otras. Cito a Leibniz: “Porque no hay nunca en la naturaleza dos seres que sean perfectamente el uno como el otro y en los cuales no sea posible hallar una diferencia interna, o fundada en una denominación intrínseca”.[31] Ese principio interno de cada mónada procede de la apetición, de la aspiración propia de cada mónada. Por ello, Leibniz -como subraya Grondin-[32] no es sólo uno de los primeros metafísicos del individualismo, es también el teórico del pluralismo moderno: cada ser aspira a realizarse en un universo constituido por una diversidad infinita de mónadas, y donde es imposible confundir una mónada con otra.
              Después de revisar fugazmente a Leibniz, se configura un giro copernicano en la metafísica (algo tan normal en el pensamiento filosófico). Cuando a la metafísica se le plantea como crítica no queda más que una sola figura dominante de la filosofía moderna: Immanuel Kant. En efecto, ya se inauguró la filosofía moderna con Descartes, pero hace falta el cimiento, la base que definirá toda epistemología posterior.
La imposibilidad de la metafísica y su derivación hacia la razón práctica
Los textos claves para entender buena parte del análisis que brinda Kant a nuestro tema estarían La Crítica de la razón pura,[33] Los prolegómenos a toda metafísica del porvenir[34] y Los progresos de la metafísica.[35] Se pregunta Kant ¿cómo es posible la metafísica? Se trata de una vez por todas si es el conocimiento metafísico posible, es decir, cuáles son sus principios. Si, al término de este examen, el proyecto de una metafísica se manifiesta irrealizable, habrá que definir quizás entonces el proyecto mismo de la filosofía de otra manera, sobre principios nuevos. Éste es el sentido de la pregunta por la posibilidad de la metafísica que se inscribe en toda la Crítica de la razón pura.
              ¿Qué es la razón pura para Kant? Se trata de la razón que espera desarrollar conocimientos sin apoyarse en la experiencia. Desde Parménides y Platón, la metafísica se había presentado, en efecto, como ciencia puramente racional, que supera el marco de la observación empírica no sólo por su rigor, sino también por la dignidad de su objeto. Kant opina que la razón pura puede perfectamente justificar sus pretensiones de un conocimiento a priori, pero sólo en el orden de las matemáticas y de la física pura, la de Newton en esencia, porque sus principios permiten dar cuenta de las leyes generales de la naturaleza (recuperación del espíritu de la Ilustración). Pero, en ambos casos, la razón pura sigue estando de una manera importante anclada en la experiencia posible, sobre todo en la posibilidad de una intuición para las matemáticas y en el proyecto de una legislación de la naturaleza para la física.[36]
              En el prefacio de su obra capital de 1781, Crítica de la razón pura, Kant decía que la metafísica era una ciencia que podía alcanzarse con bastante facilidad, prometiendo incluso llegar a presentarla una vez terminada su Crítica. Cito a Kant:
La metafísica, según los conceptos que de ella damos aquí, es la única de todas las ciencias que puede aspirar a una perfección semejante en poco tiempo y con poco trabajo, pero uniendo los esfuerzos de tal modo que no le quede a la posteridad más que arregarlo todo por medio didáctico, según sus propósitos, sin poder por eso aumentar en lo más mínimo el contenido. Puesto no es otra cosa que el inventario, sistemáticamente ordenados, de todo lo que poseemos por razón pura. Nada puede aquí pasarnos desapercibido, porque lo que la razón extrae enteramente por sí misma, no puede esconderse, sino que por la razón misma es traído a la luz, tan pronto como se ha descubierto el principio común de todo ello. La perfecta unidad de esa especie de conocimientos, obtenida por simples conceptos puros, sin que nada de experiencia, ni aun siquiera una intuición particular -que hubiera de conducir a experiencia determinada- pueda tener en ella influencia alguna para ampliarla y aumentarla, hace que esa incondicionada integridad no sólo sea factible, sino también necesaria. [...] Semejante sistema de la razón pura (especulativa) espero publicar yo mismo con el título de Metafísica de la naturaleza. La cual, aun cuando no tenga ni siquiera la mitad de la extensión, habrá de poseer sin embargo un contenido incomparablemente más rico que esta crítica, que ha tenido que exponer primero las fuentes y condiciones de su posibilidad y ha necesitado limpiar y aplanar un suelo mal preparado.[37]

              Esta metafísica, cuyo cumplimiento parecía tan fácilmente asequible en 1781, nunca lo dio a conocer Kant en vida. Por otro lado, marcar los límites de la razón pura no es solamente censurar la razón metafísica que sobrepasa sus fronteras, las de las condiciones de la experiencia posible, es también y sobre todo circunscribir el campo del ejercicio legítimo de la razón pura y de su legislación a priori. Ese poder legislativo y legítimo, lo limita Kant a dos campos, el de la metafísica de la naturaleza y el de la metafísica de las costumbres. Esta es la metafísica crítica que Kant acabó haciendo posible. Convencido de que su reflexión crítica proponía un giro histórico de la metafísica. Históricamente, Kant constata con ella la inviabilidad de toda metafísica desplegada antes de él y que aspiraba a un conocimiento suprasensible, sobrepasando el marco de la experiencia posible; esta metafísica no habría reflexionado nunca sobre sus propias condiciones de posibilidad y, por ello, sobre sus propios límites.
Por otro lado, a partir de Kant y de su camino crítico, la metafísica debe ante todo ser una ciencia de los límites de la razón pura: nuestra razón pura no puede conocer a priori más que las condiciones de la experiencia posible. Por esta razón, la metafísica, en su vertiente más positiva, podrá tomar la forma de una doctrina de la legislación a priori de nuestra razón en los dos campos en que se ejerce de manera legítima y justificable, es decir, en el orden de la naturaleza y en el de las costumbres.
              Según Kant, las pretensiones de la metafísica de alcanzar un conocimiento teórico de lo suprasensible son totalmente ilegítimas. El espacio del conocimiento legítimo debe limitarse a la experiencia posible. Todo cuanto puede conocerse a priori, o metafísicamente, son las condiciones de la experiencia posible. Ahora bien, esta posibilidad de la experiencia opera en dos niveles, el del conocer y el del obrar. Habrá, pues, en Kant una metafísica de los principios a priori de la naturaleza y una metafísica del obrar práctico.
              Aunque Kant niega la posibilidad de una metafísica que produzca conocimientos que superen el marco de la experiencia posible, instituye no obstante una nueva metafísica que se interesa por los principios racionales o a priori de nuestra experiencia. La destitución de la metafísica “trascendente”, que pretendía vanamente conocer lo suprasensible, dejó sitio a una metafísica trascendental que investiga las condiciones y la condición de nuestra experiencia, a la vez cognitiva y moral. Kant ha abierto así a la filosofía de los dos últimos siglos el campo de una reflexión sobre los principios de la ciencia y de la acción. Estos son los campos que ocupan respectivamente, en el paisaje filosófico contemporáneo, la epistemología y la ética. En definitiva, está claro que Kant quiso recuperar los objetos privilegiados de la metafísica clásica y natural, a saber, la existencia de Dios y la inmortalidad del alma o el tema de la infinitud, pero únicamente dentro de los marcos explicativos de su filosofía moral. Vio en ellos las consecuencias necesarias para el sistema de la racionalidad moral.
La metafísica de lo absoluto
Hegel no publicó, en vida, más que cuatro libros: Fenomenología del espíritu (1807); Ciencia de la lógica (en tres volúmenes, aparecidos en 1812, 1813 y 1816); Principios de la filosofía del derecho (1821); Enciclopedia de las ciencias filosóficas (que conoció tres ediciones: 1817, 1827 y 1830). También cabe mencionar Filosofía de la historia (1837), Las Lecciones de Historia de la filosofía (1833-1836), Lecciones de Estética (1832-1845 de acuerdo con la edición completa de las obras de Hegel).[38] Al juzgar los títulos de estos libros no salta a la vista alguno que lleve impreso el nombre de metafísica. Sin embargo, Hegel dio un curso titulado Lógica y metafísica (que aparece de las obras completas de 1832-1845)[39] que hasta donde yo sé no existe todavía alguna versión en castellano.
              Sin embargo, hay en la Ciencia de la lógica, asimismo en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas y la fenomenología del espíritu un interés metafísico por parte de Hegel.[40] Lo que quiere ser la metafísica de Hegel vendría a corroborase en una fenomenología y una filosofía del espíritu. Se trata según él, de la caracterización más esencial del absoluto que a la filosofía le incumbe pensar: escribe el autor de las Lecciones de Estética “Lo absoluto es el Espíritu: ésta es la más alta definición de lo absoluto”.[41]
              Esta idea del espíritu, cuyos orígenes cristianos son evidentes, ha tenido en Hegel la mayor importancia, esto es, el espíritu no puede seguir siendo una realidad abstracta, puramente mental, en cuyo caso quedaría desprovisto de efectividad. El espíritu sólo es espíritu si es además efectivo, es decir, si penetra de parte a parte la realidad, cuyo sentido último constituye. Por esto puede decirse de la metafísica hegeliana que lo es del espíritu: la consideración del espíritu constituye su punto de partida y de llegada.[42]
              Pero ¿qué hay que entender por espíritu? En la Enciclopedia de las ciencias filosóficas Hegel declara que el espíritu es “la idea que ha alcanzado su ser para sí”.[43] Se trata de una idea ciertamente, porque para un sistema de filosofía, el principio último no puede ser más que de orden racional. Pero esta idea deber ser efectiva, ha de demostrarse, dar pruebas de sus aptitudes. Para Hegel, la idea que no funciona no es más que una idea abstracta y perfectamente inútil. Esas ideas no interesan, además, a nadie: se está en el derecho de exigir que la idea sea efectiva, de hecho, todo el sistema hegeliano no será sino el despliegue de esta demostración. Convicción que Hegel ha expresado en una frase recurrente para la historia de la filosofía: “Lo que es racional, es real, y lo que es real, es racional”.[44]
              Pero la dictaminación de Hegel va acompañado de una crítica de la racionalidad demasiado abstracta o utópica: la razón que no es real, o que no se preocupa por su realización, no es muy racional. Y para Hegel, esta unidad racional no tiene la función de borrar las diferencias, de abolir las contradicciones, como podía ser el caso en una filosofía de la identidad (tan cara a Parménides). Hegel insiste en ello: la escisión debe ser reconocida como esencial a la unidad. Porque el espíritu no conquista su verdad sino a condición de reencontrarse a sí mismo en el desgarro absoluto. Para llegar a esta comprensión del absoluto, la conciencia debe, no obstante, librarse de sus limitaciones, superar las rígidas oposiciones del entendimiento y adoptar el punto de vista de la razón.
              Para Hegel, un absoluto que no se hubiera todavía realizado o que reculara ante las contradicciones de lo real no sería en modo alguno un absoluto: la filosofía (o la ciencia) debe mostrar que lo real es racional, pero también que lo racional ya es real. En este sentido el Espíritu es, según Hegel, la idea realizada. Pero, para ser digna del término de espíritu, la idea realizada debe también saberse a sí misma, precisa Hegel. Debe tomar conciencia de sí misma, de todo alcance y hasta de la universalidad en un sistema de filosofía. La idea debe dar pruebas de sus aptitudes para imponerse como idea.[45] Al imponerse, el absoluto tomará conciencia de que es espíritu y que él encierra el sentido de todas las cosas.
              La conciencia común debe primero elevarse, mediante una fenomenología del espíritu, a esta concepción de la idea que engendra todas sus determinaciones partir de sí misma. El proyecto pedagógico de la Fenomenología consistirá, pues, en conducir la conciencia natural, de peldaño en peldaño, hasta el término de su conciencia de sí. Término que corresponderá al saber absoluto. ¿En qué consiste ese saber absoluto? Para Hegel, se alcanza cuando la conciencia ya no pone la verdad fuera de sí misma, sino que se reconoce como la fuente de toda verdad. Toda la odisea de la Fenomenología es de alguna manera el relato de la conciencia que se empeña en poner la verdadera realidad fuera de sí misma, pero que ha de acabar siempre dándose cuenta de que no se trata más que de una determinación que ella misma ha puesto en juego.[46] Hasta acá llega mi revisión (mi límite) sobre Hegel.
Heidegger: el ser como existencia
Ahora nos resta dar otro salto histórico y presenciar una recuperación de la metafísica, o mejor dicho de una salvación del pensar metafísico. En efecto, la tradición kantiana favorece el despliegue de las visiones positivas que invaden las esferas de las ciencias humanas, aunque en el idealismo alemán todavía están los intentos sistemáticos de edificar una metafísica de la identidad a través de la idea de lo absoluto. Heidegger, quizás con el error que procura decirlo, sea el último metafísico moderno. Su obra capital, El Ser y el Tiempo,[47] comprende básicamente el señalamiento de una desviación o un enorme descuido de interpretación, es así como la hermenéutica acontece su papel más significativo para perfilar una filosofía del ser desde su misma interrogante, desde su misma integridad equívoca.[48]
              La pretensión de Heidegger, en términos generales, es formular una ontología. Como casi toda ontología, pretender describir el ser en sí, el ser en cuanto ser. De hecho se refiere a una de las regiones que Husserl (maestro de Heidegger) llamó regiones ontológicas.[49] En el caso de Heidegger esta región del ser es la región de la existencia humana. Y es que la filosofía de Heidegger, que se plantea a sí misma como filosofía del ser, se reduce a la filosofía de un ser. El ser humano que llama Heidegger el Dasein (el ser ahí).[50] Y el único ser que puede plantear el problema del ser es el hombre a quien se plantea, primeramente y principalmente, el problema de su propio ser.
              Cuando preguntamos, ¿qué es el ser?, somos nosotros, los seres humanos lo que hacemos la pregunta. No es Heidegger el primero que trata de analizar el ser absoluto a partir del ser humano. Sócrates y Platón y más tarde san Agustín (en las Confesiones es palpable esta problemática), empezaban sus preguntas metafísicas con la pregunta acerca del sentido de la vida humana. Más radicalmente que ellos, Descartes partía del cogito, del yo, para llegar a establecer el ser de Dios. En este punto es donde Heidegger difiere de toda la tradición metafísica que podríamos simbolizar en Descartes. En efecto, si como Descartes, Heidegger parte del ser humano, a diferencia de él se queda en el ser humano. La ontología de Heidegger se limita a ser una teoría de un ser: el existente, el ser ahí.[51]
              Ahora bien, si el ser humano, en general, se define como ser ahí, cabe preguntarse, en qué consiste la forma de ser del ser-ahí. Consiste en un ser que vive en la angustia y en la nada, en un ser que está en el mundo, en un ser que está en el tiempo y en un ser que es para la muerte, un ser para quien es inevitable morir.
              ¿Qué significa de hecho esta nada? Significa que el hombre lleva la nada en sí, que el hombre es, desde su nacimiento, un ser hecho de advenir y que este advenir conduce necesariamente a la muerte.[52] En nuestra vida cotidiana tendemos a ser uno de tantos y no nosotros mismos. Sabemos que la gente muere, que uno se muere, pero no pensamos en nuestra muerte real e inevitable. Vivir en la esfera del uno es vivir inauténticamente; vivir en la esfera de la existencia propia que se sabe mortal es vivir auténticamente.[53]
              Por otro lado, el hombre es definido por Heidegger como un ser-en-el-mundo (con los guiones que escribe Heidegger). Lo que nuestro autor quiere indicar mediante los guiones es que el ser en el mundo es constitutivo del hombre, es un verdadero ser. De ahí que en la filosofía de Heidegger sean prácticamente inconcebibles la trascendencia y la inmortalidad. La existencia humana es existencia del hombre aquí, en esta tierra a la cual el hombre esta adherido.
              El ser en Heidegger viene acompañado por el tiempo.[54] Lo que se me presenta está constantemente en trance de haber sido; sólo el futuro es todavía posible. El hombre se define, auténticamente, por su futuro, es decir, por el advenir al encuentro del cual corre constantemente, como si estuviese ardiendo en llamas. De ahí que el hombre sea un ser posible y, al mismo tiempo, un ser que deja de ser, un ser que se anula o se nadifica. La nada es mi nada; el hecho de que, desde nazco, empiezo a morir y me dirijo constantemente al encuentro de esta nada, es la revelación, en un estado de espíritu privilegiado, de mi existencia auténtica.
Importancia de la metafísica
La metafísica, como disciplina filosófica, no hace más que continuar la misma obra comenzada por la ciencia. En verdad no existe una sola ciencia, sino un gran número de ciencias particulares, cada una de las cuales se ocupa de un fragmento del universo.
              Para obtener un conocimiento integral de todo lo existente, habría que reunir en un sistema único todos los resultados obtenidos por las ciencias particulares (tal es el caso de Aristóteles y de Hegel). Pero cuando intentamos comparar dichos resultados comprobamos que, acerca de un mismo hecho, existen muy diversas y contradictorias explicaciones (punto de partida de Descartes). Así, por ejemplo, para el físico todos los fenómenos que ocurren en el mundo material se deben a transformaciones de la energía: el trabajo mecánico puede convertirse en calor, en luz o en electricidad. Es decir, que se pasa de una forma de la energía, a otra. Para el físico todas las transformaciones que ocurren en la materia bruta se deben únicamente a un juego mecánico, al movimiento, es decir, a un desplazamiento de los átomos y moléculas en el espacio.
              Esta explicación para los fenómenos del mundo físico aparece inteligible por su simplicidad. Pero lo que resulta difícil de comprender, lo que constituye un problema bastante arduo es la interpretación y explicación de los fenómenos del mundo espiritual y sus relaciones con el mundo material (esta vendría ser el punto de partida de Kant). Hay que explicar, por ejemplo, la influencia del cuerpo sobre el espíritu, y viceversa; la acción de nuestra voluntad sobre nuestros miembros; la sensación de dolor a consecuencia de un rasguño, y todos los demás fenómenos de conciencia, en primer lugar el del pensamiento.
              De estas breves consideraciones resulta que todo sistema filosófico, que excluye los hechos del mundo espiritual, debe considerarse como un sistema incompleto. Es una condición del espíritu humano tratar de interpretar la naturaleza de las cosas, coordinar y dar unidad a la concepción del mundo y de la vida (Platón, Aristóteles, Kant, Hegel, Leibniz, serían ejemplos notables). Pues bien, esa interpretación, esa explicación y esa unificación, cualquiera que ella sea, es una interpretación metafísica del universo. En esto estriba principalmente el valor y la importancia de la metafísica y su influencia en las humanidades.
              En general, la metafísica trata, pues, de aquello que sobrepasa los datos suministrados por la experiencia sensible. Lo metafísico está más allá del conocimiento sensible, más allá de lo físico y en su tratamiento únicamente interviene la actividad de la razón. La metafísica aspira a llegar a la última realidad de que está constituido todo lo existente, a la esencia íntima de las cosas, a algo irreductible, a lo que es en sí, a la naturaleza del ser. Pero esta tarea compleja difícilmente puede llegar a resultados concluyentes. Todo proyecto filosófico tendrá que dejar en claro la imposibilidad de definir un esquema acabado, por el contrario debe pensar en modelos que cubran aspectos necesarios y dialécticos con el propósito de incrementar el análisis crítico de la realidad.
              La metafísica tiene, además, una importancia capital como disciplina mental, puesto que ejercita el pensamiento para la consideración de las cuestiones abstractas y enseña al hombre a enfrentarse con los grandes problemas y los insondables misterios, dándole conciencia de los límites de su saber.
              Ahora bien, siendo la metafísica una interpretación y una reconstrucción sistemática del universo, esta reconstrucción debe presentarse como algo verosímil sobre la base de lo que conocemos de ese universo. Puesto que los principios que aspira a llegar la metafísica son universales, y puesto que el objeto que trata de conocer es la realidad última, que está detrás de los fenómenos que captan nuestros sentidos, existe siempre el peligro de caer en múltiples errores por obra de la fantasía. De ahí la necesidad de presentar siempre las interpretaciones metafísicas como algo verosímil, como algo hipotético. De este modo, también, la metafísica deja de ser un mero juego de conceptos, o un fruto artificial de la imaginación, para convertirse en un producto serio de la razón.
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[1] Cfr. Diógenes de Laercio, Vidas de los filósofos más ilustres. Porrúa, México 2003.
[2] Juan David García-Bacca, “Poema de Parménides”. En Los presocráticos. FCE, México 1979, págs. 33-49.
[3] Ibid., pág. 39.
[4] Platón, Diálogos. Porrúa, México 1998. (Estudio preliminar de Francisco Larroyo.).
[5] Ibid., págs. 533-551.
[6] Ibid., pág. 552.
[7] Jean Grondin, Introducción a la metafísica. Herder, España 2006, pág. 77.
[8] Cfr. Werner Jaeger, Aristóteles. FCE, México 1946, págs. 224-261.
[9] Aristóteles, Obras filosóficas. W. M. Jackson, INC, Estados Unidos 1974, pág. 17.
[10]              Ramón Xirau, Introducción a la historia de la filosofía. UNAM, México, pág. 83.
[11]              Aristóteles, Op. Cit., págs. 61-66, 91-107.
[12]              Ibid.
[13] Francisco Suárez, Introducción a la metafísica (1a de las Disputationes Metaphysicae). Biblioteca Virtual Universal 2003.
[14] Jean Grondin, Op. Cit., pág. 141.
[15] Francisco Suárez, Op. Cit., s/p.
[16]              Ibid.
[17] René Descartes, Discurso del método. Porrúa, México 1971. (Estudio introductorio, análisis de las obras y notas al texto por Francisco Larroyo.).
[18] René Descartes, Meditaciones metafísicas. Porrúa, México 1971. (Estudio introductorio, análisis de las obras y notas al texto por Francisco Larroyo.).
[19]              Ibid., págs. 57-58.
[20]              Ibid., pág. 89.
[21]              Ibid., pág. 56.
[22]              Ibid., pág. 63.
[23]              Ibid., pág. 68
[24]              Baruch de Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico. FCE, México 1958.
[25]              Jean Grondin, Op. Cit., pág. 203.
[26]              Ibid.
[27]              Spinoza, Op. Cit., pág. 37.
[28] Leibniz, Discurso de metafísica. Sistema de la naturaleza. Nuevo tratado sobre el entendimiento humano. Monadología. Principios sobre la naturaleza y la gracia. Porrúa, México 1984. (Estudio introductorio y análisis de las obras por Francisco Larroyo.).
[29]              Leibniz, Discurso de metafísica. Porrúa, México 1984, pág. 21.
[30]              Leibniz, La monadología. Porrúa, México 1984, pág. 389.
[31]              Ibid., pág. 390.
[32]              Jean Grondin, op. Cit., pág. 210.
[33] Immanuel Kant, Crítica de la razón pura. Porrúa, México 1987. (Estudio introductorio y análisis de la obra por Francisco Larroyo.).
[34] Immanuel Kant, Prolegómenos a toda metafísica del porvenir. Porrúa, México 1973. (Estudio introductorio y análisis de la obra por Francisco Larroyo.).
[35] Immanuel Kant, Los progresos de la metafísica. FCE, UAM, UNAM, México 2008.
[36] Immanuel Kant, Op. Cit., 1987, pág. 30.
[37] Ibid., pág. 9.
[38]              Cfr., vid., Yvon Belaval (dirección), La filosofía alemana, de Leibniz a Hegel, Vol. 7. Siglo XXI, México 1999.
[39]              Ibid., págs. 270 y 271.
[40] Vid., Hegel, Enciclopedias de las ciencias filosóficas. Juan Pablos, México 2002.
[41] Ibid., pág. 269.
[42] Ibid., pág. 382.
[43] Ibid., pág. 270.
[44]              Ibid., pág. 15
[45] Ibid., pág. 269.
[46] Theodor Adorno, Dialéctica negativa. Taurus, Madrid 1975, págs. 297-359.
[47] Martin Heidegger, El ser y el tiempo. FCE, México 1971.
[48] Martin Heidegger, ¿Qué es la metafísica? Alianza Editorial, Madrid 2003, pág. 29
[49] Joaquín Xirau, Obra selecta. El Colegio Nacional, México 1996, pág. 456.
[50] Heidegger, Op. Cit. 2003, pág. 23.
[51] Heidegger, Op. Cit. 1971, pág. 53.
[52] Ibid., pág. 259.
[53] Ibid., pág. 263.
[54] Ibid., pág. 328.

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